Para entender dónde estoy ahora, primero debemos mirar bien atrás, bastante atrás en el tiempo. La historia de mi familia comienza a principios del siglo XX en España. Desde allí vino mi bisabuelo con sus hermanos. Algunos se quedaron en la provincia de Buenos Aires, pero mi bisabuelo, Agenor, se estableció en el límite entre Córdoba y Santa Fe, en plena pampa gringa.
Al igual que toda su familia, Agenor se dedicaba a las tareas agrícolas y en ese entonces era capataz de una cuadrilla de cosechadores. En sus idas y venidas conoció a una joven italiana llamada Hortensia Parodi. Entre ellos nació el amor, pero ante la firme oposición de los padres de ella, ambos decidieron mudarse de Soto a la ciudad de Córdoba. Allí formaron su familia con varios hijos, y mi bisabuelo trabajó durante muchos años para las cuadrillas de Roggio y también para la policía de Córdoba.
Una de las hijas mayores, Silvia, quedó embarazada siendo aún soltera y muy joven. Su novio de entonces estaba en la carrera de oficial de la Fuerza Aérea, por lo que Alejandro, mi abuelo, llevó el apellido materno al nacer. Dado que su madre era muy joven, Alejandro fue criado como un hijo más de la familia, en vez de como un nieto. Aunque con el tiempo tuvo contacto con su padre, nunca establecieron una relación de padre e hijo. Según mi madre, ambos compartían no solo el mismo aspecto físico, sino también el mismo carácter.
Silvia se casó y tuvo otros hijos, pero Alejandro siempre se mantuvo ligado a sus abuelos, conservando una buena relación con sus hermanos. Tras el servicio militar y un tiempo trabajando en la Fábrica de Aviones, Alejandro decidió mudarse a Buenos Aires. Allí comenzó una carrera gremial en la fábrica donde trabajaba y llegó a ser delegado regional.
En uno de sus tantos viajes a Córdoba, conoció a una chica de un pueblito perdido en el mapa. El amor nuevamente acortó las distancias, y después de nueve meses de noviazgo y de viajar en tren cada fin de semana, se casaron en ese pequeño pueblo llamado El Rastreador.
Luego del casamiento, se mudaron a Quilmes, donde nací yo. La situación en Argentina se volvió difícil y las únicas opciones parecían ser Caracas o algún pueblo recóndito en Argentina. Finalmente, decidimos dejar el barrio. Las amenazas diarias activaron nuestro instinto de supervivencia, y nos fuimos sin saber más de nuestros antiguos vecinos.
El destino provisorio fue ese mismo pueblito desconocido, o mejor dicho, unos campos donde vivían familiares de mi madre. Tras una visita a la ciudad más cercana, decidieron establecerse en Laboulaye. Allí, mi padre compró las herramientas de un tallerista que se estaba jubilando y alquiló una casa con un taller al lado, que estaba bastante deteriorada.
En esa casa crecí, allí nació mi hermano, y en ese patio de tierra jugué y enfrentamos dos inundaciones. Al principio fue difícil, así que mi madre puso en práctica sus conocimientos de panadería; cuando no había trabajo, horneaba pan que mi padre vendía en los talleres, aprovechando para promocionar su propio negocio.
La escuela primaria fue divertida, y logré ser abanderado en dos escuelas distintas. A pesar de que en tercer grado me dormía por aburrimiento y en cuarto mi maestra me mandó al psicólogo porque me había leído todo el manual del año y charlaba en clase, era imposible para ella soportar que siempre supiera la respuesta. Recuerdo con cariño las vacaciones en el campo en casa de mi abuela Elisa; eran veranos e inviernos gratamente placenteros. En esa época, mi sueño era construir aviones, y aún conservo varios dibujos de los diseños que imaginé.
En la secundaria afiancé mi amistad con Rodolfo Vives, con quien compartía horas de estudio y diversión. Éramos tan amigos que fue el padrino de mi boda y de mi primera hija. Nuestra amistad perdura aunque él partió al cielo en Navidad de 2004.
Durante mi adolescencia, los primeros años de secundaria fueron los más difíciles, no tanto por lo académico sino por no sentirme integrado al grupo. Al terminar tercer año, junto a Rodolfo, nos mudamos a un curso vespertino, donde nos sentimos mucho más cómodos; incluso Rodolfo consiguió novia.
Fue en esa época que comencé a frecuentar el laboratorio de informática de mi colegio. Ese mismo año recibí mi primera computadora, una Intel 386 con disco de 180 MB y monitor a color Samsung; toda una joya en su tiempo. Al terminar cuarto año, decidí estudiar Ingeniería en Sistemas en la UTN de Córdoba, después de comprar una revista con toda la oferta académica en informática en Argentina durante un viaje a Córdoba para participar en las Olimpíadas de Matemática.
Disfruté mucho de quinto año en secundaria. Aunque no correspondido en ningún interés amoroso, pasaba gran parte del tiempo en el laboratorio de informática y, fuera de clase, tenía muchas actividades grupales con mi curso. Incluso organizábamos cenas los fines de semana en casa.
El día de mi graduación fue quizás uno de los más calurosos que recuerdo en Laboulaye. Aún conservo el video del acto y de la cena que celebramos en el antiguo Cine Roma.
Esta es mi historia… y aún falta contar mucho más.